* Fotografías: Lucio Flores, Rafael C., Lydia Gueiler y archivo personal.
La mañana del 11 de mayo de 1981, catorce oficiales paracaidistas del Centro de Instrucción de Tropas Especiales CITE, en Cochabamba, abordaron cuatro movilidades: dos vagonetas Bronco decomisadas al narco y dos jeeps del Ejército. En la primera iba el mayor Luis Iriarte, segundo comandante, y en la segunda el comandante, teniente coronel Emilio Lanza. Se dirigieron a la Escuela de Armas donde sabían que estaba el hombre más temido del país.
El general Luis García Meza, Comandante del Ejército, Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, Capitán General y Presidente de la República, era la Santísima Trinidad. Y esa mañana de mayo, diez meses después de haber arrebatado a sangre y fuego el gobierno a una débil democracia, había llegado a la ciudad de manera imprevista y estaba reunido con los alumnos de aquel instituto militar.
Los hombres del CITE desembarcaron de un brinco y tomaron posición dentro y fuera del lugar. Sólo cinco ingresaron al salón principal donde estaba el Presidente. Lanza entró por la puerta trasera. Lo escoltaban tres oficiales que se colocaron dos en las esquinas y uno por detrás, cubriéndolo. Los otros dos entraron por la puerta delantera y se acomodaron a los lados con los fusiles apoyados junto al pecho, prestos para la acción.
Luis García Meza estaba sentado frente al salón mirando a su audiencia junto a varios otros comandantes además del gobernador de la ciudad, coronel Rómulo Mercado, y el embajador boliviano ante la Organización de Estados Americanos OEA, Alberto Quiroga, al que habían traído desde Washington para esta reunión. Quiroga, un abogado reconocido, gozaba del aprecio y la atención de los oficiales, pues tenía además el don de la buena labia y en esta ocasión se explayaba intentando convencer a la audiencia de que el Gobierno estadounidense, que tenía a la dictadura boliviana en ascuas, estaba a punto de reconocer al régimen golpista.
Cuando Lanza y sus oficiales entraron, Quiroga calló y durante tres segundos nadie supo lo que pasaba, tres segundos de silencio invadieron el ambiente de una tensión absoluta. La Santísima Trinidad palideció, bajó las manos que estaban sobre la mesa donde se apoyaba y comenzó a chorrearse lentamente, las tripas escurridas. Lanza lo miró de frente con el ceño fruncido y toda la adrenalina del mundo en esa hora crucial. Los oficiales, que habían estado escuchando sentados, no vieron a Lanza sino el rostro del Presidente de la República que palideció como si hubiese visto a la misma Parca. El hombre más poderoso del país se hundía en el asiento, desplomándose por dentro, el rostro descompuesto. Entonces todos se dieron la vuelta para mirar a Lanza.
Mi papá era un tipo menudito: un metro sesenta y cinco centímetros. Delgado y más que deportista era ágil, inquieto. Saltaba en paracaídas como nadie lo había hecho hasta entonces; era el mejor paracaidista militar que se conozca. Mi papá vivía desafiando al destino.
García Meza, aún indispuesto, amargo, aún sabiendo exactamente lo que estaba sucediendo, las vísceras revueltas, vomitó: ¡Qué quiere, Lanza!
Y Lanza se hizo gigante para decirle lo que quería: ¡Que se vaya, carajo!, gritó.
El eco retumbó como temblor en las entrañas de aquellos hombres uniformados, tiesos por el pánico. Luego se hizo un silencio que se vivió eterno.
El muro de la dictadura se había quebrado. El dictador tenía los días contados. Y mi papá también.
Lanza fue apresado y, avisado de que paramilitares habían llegado de La Paz con la intención de matarlo, huyó de su encierro con ayuda de sus oficiales. En la clandestinidad preparó el segundo alzamiento que sucedió quince días después, el 25 de mayo. Los camaradas que aseguraron apoyarlo recularon. Se habló de los “bonos de lealtad”. El anillo que rodeaba al Presidente era infranqueable.
Lanza y sus oficiales salieron al exilio donde se sumaron a la resistencia liderada por el Alto Mando que luego de otro intento fallido también había sido exiliado. Ingresaron al país nuevamente clandestinos. Atrapados por la dictadura fueron torturados. Lograron huir y sumarse a las fuerzas que finalmente lograron la caída de la dictadura en agosto de 1981. Finalmente, en octubre de 1982, Bolivia recuperó la democracia. Lanza vivió la revancha de la dictadura cuya sombra permaneció largos años en el país. Una semana después de atrapado García Meza en el Brasil, en 1994, Lanza fue encarcelado por un juicio inventado por la dictadura. Nunca se repuso de semejante injuria. Murió por un infarto el año 2007. Lo enterraron los paracaidistas del CITE en Cochabamba.