Hay que aprender de los niños su transparencia para decir las cosas por su nombre. Al parecer, en el camino los adultos nos perdemos en la mera ignorancia.
Martina lanza la pelota para que yo se la devuelva sin que ésta deje de rodar, pero no puedo hacerlo porque el insistente ruido de un martillo me impide oírla y la esfera se escapa por entre mis piernas o pasa por ambos laterales de mi cuerpo.
La niña repite la operación varias veces hasta que se cansa de que no le corresponda en el juego y pregunta: ¿Por qué no me alcanzas la pelota, tío Richard?
—Porque no puedo oírla.
—Pero si está ahí. Dice ella asombrada mientras señala que la pelota está muy cerca de mi posición.
—Ahí, ¿dónde?
—¿Por qué no puedes verla, tío Richard?
Recientemente una fundación oftalmológica alertó en un congreso que, incluso en este siglo, el 25 por ciento de los niños que nacen prematuramente experimentan ceguera por el exceso de oxígeno que se les administra en las incubadoras, siendo mayor el riesgo de ello en los que llaman países en vías de desarrollo.
Martina se acerca, apoya sus dedos índices bajo mis párpados, abre mis ojos, mira en silencio y acto seguido sentencia:
—Ya sé. No puedes ver por que te quemaron los ojos en la incubadora.
—Más o menos es así, respondo mientras busco las palabras más adecuadas para explicarle la cuestión a una niña de tres años.
Normalmente, cuando los adultos me preguntan por la causa de mi ceguera suelo recurrir al humor para explicarlo. “A los médicos se les fue la mano con el oxígeno”, digo, de la misma manera que a veces cuando cocinamos se nos va la mano con la sal, recalco. Pero la nota humorística no suele funcionar y en la mayoría de las ocasiones puedo predecir de sus comentarios.
Preguntan si mis padres no hicieron nada contra los médicos y alegan que tuve mala suerte.
En algunas ocasiones me encuentro con niños que van acompañados por adultos y resulta curioso como dichos adultos tratan de cortar de cuajo la sana curiosidad de los niños:
Mamá, es ciego, dicen. O mamá, ese señor es ciego, vuelven a decir, pero siempre tropiezan con un manto de silencio. A veces siento la tentación de intervenir para explicarle al niño y suplir de alguna manera la falta de responsabilidad de sus padres pero normalmente paso de largo.
Para Martina, sin embargo, no hay error en mi ceguera. Simplemente se asombra, le da curiosidad pero no hay error.
Finalmente es ella quien rompe el silencio:
Yo te lo explico tío Richard, dice. Te los quemaron como cuando la leche está muy caliente, concluye mientras despega sus dedos de mis párpados y corre para buscar más juguetes que trae mientras su imaginación vuela para proponerme que juguemos a otra cosa.