El camión de dimensiones monstruosas se alejaba de la ciudad de New York a despiadada velocidad por el New York State Thruway, que un tiempo atrás estaba completamente bloqueado por cientos de miles de vehículos atascados tratando de llegar al festival de Woodstock. “The New York State Thruway is closed, man!”, anunciaría Arlo Guthrie por los altavoces a esa audiencia de más de medio millón de hippies que se reunieron durante tres días de paz, amor y música en ese agosto de 1969.
Yo viajaba con Gerardo, un amigo paceño, a quien le conseguí una pega en una fábrica de ropa donde conoció a John, el intrépido conductor del pesado vehículo, que normalmente usaba para transportar enormes rollos de tela a la fábrica en Queens donde un montón de latinos se encargaban de convertirlas en ropas de alta costura para las grandes tiendas de Manhattan. Días antes, John comentó a Gerardo que tocaba el piano en un club, Gerardo le dijo que él tocaba el bajo, y quedaron en que tocarían ese fin de semana en un lugar llamado Fonda. Gerardo le mencionó que tenía un amigo baterista, yo, y me invitaron.
El sol comenzaba a ocultarse detrás de lo que en esos lados llaman montañas, pero que para un paceño que creció rodeado de cordilleras, no eran más que pinches colinas cubiertas de nieve, cuando finalmente el camión se detuvo frente a la única casa en kilómetros de campo abierto y nevado.
Entramos a la casa de John, donde nos recibió un agradable y hogareño calor que contrastaba con el frío invernal de afuera. Una simpática señora nos dio la bienvenida, de un cuarto salió una muchacha, de unos quince años, rubia, cuya hermosa sonrisa me dejó impactado. De pronto yo era el tipo más feliz del planeta.
Ahí estábamos, lejísimos del mundanal ruido, en una casa de esas que sólo salen en tarjetas navideñas o en pinturas de Norman Rockwell, tomando un chocolate caliente servido con mucha gentileza por la bella muchacha de nombre Brenda.
John, el padre de Brenda, y Gerardo se fueron al club. Brenda me invitó a participar de un evento o algo así, en un pueblo que se llamaba Johnstown. Ahí fuimos en el coche del novio de Brenda, Jake. La nieve se estrellaba contra el parabrisas del coche como si fuesen millones de estrellas fugaces que venían a nuestro encuentro.
Llegamos a una casa enorme y rústica llena de gente joven. Brenda tenía puesto un enterizo y al quitárselo quedó en sus apretados jeans y un escaso top que le dejaba casi todo el torso descubierto. No era la única, todas las muchachas que llegaban al evento vestían como alpinistas preparadas para el duro invierno del exterior, y al quitarse los enterizos lucían como si estuviesen veraneando en la playa.
Un joven afroamericano, alto y delgado, se acomodó en un pequeño escenario y se puso a tocar el bajo. Un muchacho de melena rubia, guitarra en mano, se puso frente al micrófono y comenzó a cantar; tenía una impresionante voz. Al mencionarle a Brenda que yo tocaba la batería, me dio un pequeño empujón y me senté a tocar. Varios unieron sus voces y comenzó un jam que duró toda la noche. Era como ser parte de Crosby, Stills, Nash &Young, por el estilo de música que tocábamos, folk rock, con algo de rock más pesado. En mi memoria destacaba esa canción de Blind Faith, In The Presence of The Lord. Todos se sabían la letra y la cantaban con algo así como un éxtasis religioso.
Entrada la noche muchos se retiraron, despidiéndose con efusivos abrazos y besos, quedando los que vivían en la gran casa. Me invitaron a pasar el fin de semana con ellos, Brenda prometió volver al día siguiente, acepté. Seguí a dos de los miembros de la comuna a un dormitorio con varios colchones en el piso, escogí uno. En el cuarto éramos cuatro o cinco. Dormí poco porque aparecieron varias muchachas y simplemente saltaron a los colchones sin importarles sobre quién caían. Esa experiencia se repetiría varias veces al mes durante un par de años o algo más, balanceando mis estudios y trabajo en la ciudad de Nueva York con la desenfrenada vida de una comuna hippie, cerca a Bethel, el condado donde se encontraba la granja que fue el escenario del festival de Woodstock.
Antes de esa experiencia, yo ya había convivido con hippies urbanos en Nueva York, aquellos que frecuentaban los coffee houses del Greenwich Village y el Lower East Side. Participé de varias manifestaciones pacíficas contra la Guerra de Vietnam, algunas en el Central Park, con bandas de rock, grupos políticos, religiosos, artísticos de varios colores, entre los que uno podía encontrar black panthers, socialistas, cristianos, surrealistas, satanistas, mimos, en fin, de todo y para todos.
Formábamos círculos para fumar hierba mezclada con vino de una cantimplora acondicionada para tal uso sin importarnos la presencia de los policías que se paseaban por ahí.
Llegué a la comuna de Johnstown como cualquier chico de la gran urbe y fui recibido como tal, con el aditivo de que era sudamericano, lo que de alguna manera me hacía exótico. Cargaba conmigo las experiencias de mi ciudad natal, La Paz; las de un adolescente de pelo largo que tocaba la batería, estudiante de secundaria compartiendo con un grupo de amigos música, cogollos, ácidos, amor. Todo eso mezclado con los traumas de los golpes de Estado, los amigos baleados, el suicidio del que se hacía llamar submarino amarillo, o la prima acribillada por militares. Tiempos vividos donde socialistas chilenos compartían con los marsupiales uruguayos el living de mi tía Mercedes en la casa del poeta. Un tipo de vida inmerso en el arte, la filosofía, el cine, el sexo, las drogas y todo eso que ahora continuaba en New York.
Noté un marcado contraste entre la gente que conocía en la Big Apple y la que comenzaba a conocer en Johnstown. Los hippies citadinos formaban parte de esa cultura cuyo epicentro era Greenwich Village, con sus clubs de poesía, arte, jazz, conciertos de Led Zeppelin, Pink Floyd; aquel grupo que apareció de pronto, Queen, o ese joven andrógino, Bowie, o Jethro Tull, mientras que la gente algo más sencilla de Upstate New York estaba marcada por las tendencias religiosas de diversas denominaciones protestantes, muy diferentes a mi experiencia católica, calixtina, jesuita y paradójicamente ateorreligiosa. Parecía que hablábamos el mismo lenguaje, pero no. La música era nuestro lenguaje común… y el amor, claro. La simplicidad de Johnstown, de Brenda, de Jake, era como salida de un libro de Stephen King. Si bien algunos del lugar habían sido reclutados para ir a Vietnam, no se hablaba mucho de política. Las noches eran para la música, fumar algo, buscar alguna experiencia espiritual, ya sea en el humo de la yerba, en la música o en los brazos de alguien con quien compartir un momento de peace and love.
Para 1972, peace and love ya era algo así como un intenso momento de un pasado reciente. De alguna forma quedaba atrás ese espíritu libre que había florecido en el Summer of Love y en Woodstock. Los ideales se atomizaban en miles de diversos caminos. Algunos se compraban tierras para huir de las ciudades y tener una vida más a gusto con su búsqueda espiritual. Otros salían a buscar fortuna a las ciudades más grandes; los más, simplemente vivían la normalidad de sus vidas de pueblo chico. El destino de Jake no era diferente al de su suegro; a sus 19 años, Jake ya tenía su camión, no tan impresionante como el del suegro, pero era cuestión de tiempo.
Sex, drugs and rock and roll estaban en su momento más alto en los años pre–SIDA; el mayor temor era contraer herpes o pasarse con una sobredosis de heroína.
La vida en Nueva York juntaba lo cotidiano con lo extraordinario de una manera surrealista. Uno se cruzaba en la calle con John y Yoko, como si fuesen del vecindario, y lo eran; o se topaba con Mick Jagger sentado en las gradas de un típico Brownstone del East Village, conversando con unos muchachos frente al St. Marks Hotel, donde pocos años más tarde se suicidaría Sid Vicious, uno de los Sex Pistols. Algunas cuadras más al sur de St. Marks estaba CBGB’s, donde en un tiempo más haría su debut Blondy. En el East Village se vivía una hermosamente feroz counterculture, con Frank Zappa, sus Mothers of Invention y sus 200 moteles compartiendo las pantallas de los cines con Bertolucci, Fellini y Antonioni. Scorsese filmaba Mean Streets por Union Squeare, y The Band se despedía para siempre, o quizás no, en el Fillmore East.
Las actividades artísticas eran comunes, diarias, eclécticas y a veces desenfrenadas. Washington Square era ese otro lugar donde nos reuníamos los que queríamos fumar y hacer música, los Hare Krishnas vendían hamburguesas vegetarianas que no tenían buen sabor, rodeados por la famosa New York University, donde yo daría unos críticos primeros pasos para mi larga aventura en el cine.
Woodstock quedó en la historia del movimiento juvenil de los 60 como la nación imaginaria de más de medio millón de habitantes que marcó el punto exacto del antes y después de esa generación que se lanzó a transformar el mundo con la fuerza del arte y la música. Muchos de aquellos que soñaron bajo la lluvia torrencial de Woodstock crearon universidades libres, granjas ecológicas, música innovadora, cine desafiante, literatura excitante y nuevas tecnologías que ahora son tan comunes como el aire. Otros se elevaron más allá de sus sueños dejándonos sus creaciones, sus canciones, el sonido de sus guitarras y sus voces inmortales.