Y tú, Neyo ¿te animas a levantarte contra la Lidia?,preguntó Luis García Meza al coronel Avelino Rivera Parada, acostumbrado a recibir la visita de distintos generales que buscaban salvar a la Patria en esos días en que los rescatistas abundaban.
domingo, 6 de mayo de 2018
por Cecilia Lanza Lobo
Eran las 6 de la tarde del 15 de julio de 1980 cuando el comandante del Ejército, general Luis García Meza, apareció sin avisar en la oficina de Avelino Rivera, comandante del Distrito Naval Nº 2 en la ciudad de Trinidad, al norte del país.
Rivero, harto de que los estudiantes estrellasen botellas y ladrillos en las viviendas de los oficiales, harto de mirar cómo el único canal de televisión de la ciudad no hacía más que desprestigiar a sus Fuerzas Armadas, convencido de que el país estaba de cabeza y nadie hacía caso a la señora Gueiler, dijo: Sí, mi General, y no lo hago mañana por respeto al aniversario de La Paz, pero pasado mañana, sí. García Meza preguntó lo mismo al coronel Francisco Monroy, comandante de la 6ª División de Ejército, también en Trinidad, y éste estuvo de acuerdo. Entonces El Maestro, ese hombre tosco y crudo que hasta hace poco nadie miraba más allá del cuartel, ese soldado que había logrado cuajar en su propia figura de hombre bronco el sentir de todos los miembros de las Fuerzas Armadas, sentenció: Hecho. El 17 nos levantamos y ponemos orden en este país.
A las cuatro de la mañana del 17 de julio de 1980, las tropas al mando de Avelino Rivera y Francisco Monroy se desplazaron por la ciudad de Trinidad y tomaron la prefectura, la Alcaldía, la universidad, el aeropuerto y todas las instituciones y medios de comunicación. Pedían la renuncia de la presidenta Lydia Gueiler Tejada.
En La Paz, radio Panamericana dio la noticia desde Trinidad. Comenzaron las llamadas telefónicas de urgencia y la presidenta Gueiler se dirigió de inmediato al Palacio de Gobierno y reunió a su gabinete.
El ministro de Defensa, contralmirante Wálter Núñez –a quien según el relato de Aida Levy, su esposo, el Rey de la Cocaína, pidió ayuda cuando los gringos de la DEA le voltearon mil kilos de droga– llamó a Trinidad y vanamente, claro, pidió al coronel Avelino Rivera que depusiera su actitud.ÂÂ
Todos miraban hacia Trinidad, distraídos.
Negar la posibilidad de un nuevo golpe parecía más un gesto terco, un estimable pero inútil mecanismo de defensa, letal, acaso la justificación del acto heroico de morir por la patria. Porque a flor de piel aquello era más que evidente, era grosero. De modo que precautelando las sospechas, ya en marzo se había creado el Comité Nacional de Defensa de la Democracia cuya razón de ser cuajó ese 17 de julio. El Conade convocó a una reunión de emergencia en la sede de la Central Obrera Boliviana, COB, a las 11 de la mañana.
A las 9:45, Juan Lechín Oquendo, líder de la COB, llegó a la reunión que debía comenzar a las 10 pero el dirigente fabril Óscar Sanjinés la había pospuesto para las 11. Lechín se molestó y no quedó otra que esperar. A las 10 de la mañana ya había mucha gente en el lugar que era también sede de la Federación de Trabajadores Mineros de Bolivia. Estaban dirigentes, periodistas, funcionarios y curiosos, todos inquietos por los sucesos y por el resultado que se esperaba de aquella reunión. El pregonado golpe militar había llegado. Los periodistas informaban afanosos a sus medios.ÂÂ
Entre los dirigentes convocados por la COB estaba José Claros Enríquez, primo de mi mamá, uno de los innumerables sobrinos de la enorme familia de nueve hermanos que mi abuela Célida quería, protegía y muchas veces mantenía, con la autoridad de matriarca. El primo José, bajito, robusto, la piel dorada por el sol cochabambino, había querido ser militar desde muy niño pero no pudo, su familia numerosa demandaba fuerza de trabajo adicional para poder sostenerse, así que José consiguió trabajo como visitador médico. Pero durante un par de años, con la ayuda de mi papá, que por entonces sería capitán, el primo José logró ingresar a la Escuela de Sargentos que cursó con todo su empeño. Le faltaba poco para terminar, cuando su papá murió, y con todo el pesar del mundo José tuvo que abandonar su carrera militar. Si mi padre no hubiera fallecido yo me hubiera incorporado al Colegio Militar, lamenta. No pudo. José agarró nuevamente su maletín de visitador médico y se involucró en el área de la salud pública por el resto de su vida hasta finalmente labrar una fecunda carrera como dirigente sindical de los salubristas de Cochabamba. Luego de una década políticamente intensa, a sus 28 años el primo José había alcanzado el cargo de Secretario Ejecutivo Nacional de la Confederación de Trabajadores en Salud y ese jueves 17 de julio de 1980 asistía a la reunión convocada por la COB como miembro del Comité Ejecutivo Nacional.ÂÂ
A las 11 de la mañana entraron todos a la oficina de Lechín. Marcelo Quiroga Santa Cruz, líder del Partido Socialista, gran vencedor en las elecciones recientes pues su diminuto partido había alcanzado un sorprendente cuarto lugar como nunca antes en la historia, entró también. Donde iba, su presencia era notable. Quiroga, brillante intelectual, se perfilaba como el gran político boliviano. Antes de salir de su casa le dijo a Cristina, su mujer, que volvería a más tardar en una hora. Porfiado, Marcelo tenía a la muerte pisándole los talones y no quería creer. No sólo no tardó una hora sino que no volvió jamás y aún hoy sus huesos testarudos estarán en algún lugar desconocido, eso sí, esperando el adiós de los suyos.ÂÂ
Juan Lechín, que semanas antes supo lo que todos sabían: que el golpe llegaría en cualquier momento, supo que el golpe era ese y quiso cambiar de lugar aquella reunión pero Óscar Sanjinés, como muchos otros políticos, intelectuales y gentes sensatas, que no dieron crédito a semejante cosa sino al final, cuando el país ya olía a muerto, dijo: No puede ser, de ninguna manera, yo no creo que haya golpe. Lechín temió que lo considerase un cobarde y no dijo más.
Iniciada la reunión, Marcelo tomó la palabra para decir que la situación era muy grave y que había que actuar con firmeza y rapidez declarando de manera inmediata el bloqueo de caminos y el paro en los departamentos del país donde el golpe había estallado. Lechín fue más allá y dijo que probablemente ya no tendrían la posibilidad de reunirse nuevamente y que por lo tanto había que llamar al paro nacional ese mismo día, a las 3 de la tarde. Redactaron entonces el documento y llamaron a los periodistas para dar lectura a aquel pronunciamiento.
A las 11:30, Juan Lechín leyó el documento a los periodistas de radio y prensa. Cuando éstos comenzaban a retirarse llegó el canal estatal que, pidiendo disculpas por el retraso, solicitó a los dirigentes volver a sus lugares y repetir la lectura. Así lo hicieron. Esta vez leyó el documento el dirigente minero Simón Reyes, siempre sereno, Simón, apreciado y valiente Simón. A su lado, Óscar Eid, delegado del MIR-UDP, el más joven,ÂÂ ardiente dirigente universitario fundador del MIR, escuchaba con los ojos cerrados, de seguro pensaba en el siguiente paso, siempre un minuto por delante, quizás intuía ya la desgracia y su destino; Lechín miraba al frente, los ojos siempre clavados allí donde mirase, desafiando esta vez su propio destino; el cura Tumiri, de la Asamblea de Derechos Humanos, todo oídos, con el cuerpo y la mirada atenta hacia quien leía; Óscar Sanjinés, el gesto preocupado, sabría bien por qué; y Marcelo Quiroga con la mirada perdida, quizás estaba ya de ida.
Simón Reyes no terminó de leer el documento.
¡Tatatatatatata!, estalló la balacera. Ráfagas de ametralladora reventaron las ventanas, se desató el estruendo y los que estaban allí se tiraron al suelo y comenzaron a escapar. Toda la gente dentro el edificio hizo lo mismo: intentar escapar por donde pudiera. El grupo en el que estaba Marcelo trató de salir por un pasillo que no daba a ninguna parte. Unos cuantos se metieron en un pequeño cuarto sin ventanas, más seguro, pensaron, y otros en el cuarto de al lado. Las ráfagas no cesaban, ¡tatatatatatata!, los gritos ahogados. Entonces acordaron rendirse antes de que los mataran. Uno de ellos, Germán Crespo, representante de la Iglesia Metodista, gritó: ¡Nos rendimos, estamos sin armas! ¡somos de la iglesia! Y la respuesta fue otra ráfaga. Volvieron a gritar que se rendían y un paramilitar contestó: ¡Bien. Entendido. Salgan de allí! Nadie lo hizo, nadie se animaba, todos esperaban en un trémulo silencio. Temían una trampa. Entonces entraron al cuarto seis o siete hombres apuntando.ÂÂ
Los encapuchados escupían palabrotas. Fue la voz de uno de ellos la que retumbó en la cabeza de José Claros Enríquez, el primo José. Porque él había pasado dos años de su vida entre 1969 y 1971 conviviendo día y noche con quienes fueron sus camaradas en la Escuela de Sargentos cuando quiso ser militar y no pudo. Pero los lazos castrenses son como el cordón umbilical y durante largos años él y sus camaradas se volvieron a reunir una y mil veces al calor de unos tragos. Por eso, la voz que José oyó de uno de los hombres que en medio del desastre disparó a Marcelo, retumbó en su cabeza ese minuto y por el resto de su vida. La conocía, la había oído muchas veces. No tenía duda.ÂÂ
Inmediatamente comenzaron los gritos, carajazos… intentamos huir. No pudimos. Nos hicieron poner de pie, manos a la nuca. Así bajamos por las gradas. Fue en ese momento cuando alguien identificó a Marcelo, que estaba con las manos en la nuca, me acuerdo, con una camisa negra y un saco gris.
Fue en ese momento cuando los paramilitares lo identificaron y gritaron: ¡aquí está! e inmediatamente sonaron los disparos y murió. Los disparos llegaron a alcanzar al compañero Carlos Flores que también murió. Yo pasé sobre su cadáver, sangraba profusamente. Y reconocí la voz, y supe desde el primer momento quién fue el asesino de Marcelo Quiroga Santa Cruz: Franz Pizarro Solano, suboficial del Ejército.ÂÂ
Cómo olvidar su voz. La voz de uno de los dos guardaespaldas de Banzer que formaban parte de los sicarios. Eso lo sabríamos después.
Más abajo, más arriba, en las esquinas de la calle la gente miraba boquiabierta, con el corazón infartado; incluso algunos quisieron jugarse la vida y se animaron a gritar y hasta a lanzar a los asesinos una que otra piedra que llegó rodando calle arriba, ya sin aliento. Los paramilitares tenían la adrenalina brotando por los ojos, cagaban de miedo y lo mostraban a golpes. Entre gritos, órdenes, madrazos, empujones, disparos y prodigios, varios pudieron huir. El primo José y algunos compañeros intentaron, corrieron, pero luego de una corta persecución los atraparon para llevarlos a los calabozos del Ministerio del Interior y del Departamento de Orden Político DOP donde los torturaron.
En la COB los asesinos parecían perros en cacería. Eran perros en cacería. Llevaba la batuta uno de los consentidos por el Loco Arce Gómez, ministro del Interior durante el régimen, tan desquiciado como él, apodado Mosca. Fernando Mosca Monroy era usado como agente provocador del ministerio del Interior hasta que en 1979 fue encarcelado acusado de asesinato. El jueves rojo, Arce Gómez hizo que lo soltaran, como se suelta a un perro rabioso, para ponerlo al frente de las bandas paramilitares que actuaron ese día. El Mosca estaba eufórico y feroz. Después de atacar la COB, embarcó a sus presas en las ambulancias y arrancó rumbo al Palacio de Gobierno junto a su jauría.
Un incidente retrasó pocos segundos el ingreso de los paramilitares a la sala donde estaba reunida la Presidenta y su gabinete, y permitió la huida de ésta hacia el entretecho del Palacio en el intento de escapar por allí hacia la Catedral Metropolitana, vecina del Palacio Quemado. Fue el ministro de Educación, Carlos Carrasco, que salió de la sala a mirar lo que pasaba pues oyó ruidos, y se topó con el Mosca, los bigotes negros, los ojos ardientes salpicando adrenalina. El paramilitar le hundió el caño de su metralleta en el vientre dispuesto a disparar pero en ese mismo instante el Mosca sintió que otro revolver se apoyaba en su sien. Era el capitán Agustín García, edecán de la Presidenta, que con una inusitada entereza, absolutamente a contramano de todo lo que en el país militar sucedía, clavó sus ojos en el temible Mosca Monroy y apretó el gatillo de su voz y dijo: Si usted dispara, yo también disparo, ¡carajo!
La presidenta Gueiler y algunos de sus ministros no lograron llegar a la Catedral. Aguantaron escondidos en el techo del Palacio de Gobierno y horas más tarde, cuando aparentemente el momento más terrible había pasado y no se oía nada más que silencio, bajaron, sigilosos.
Encontraron al jefe de la Casa Militar en el comedor, almorzando como si nada. Los militares se habían apoderado ya del Palacio y por orden de los golpistas trasladaron a la Presidenta a la residencia presidencial y le echaron candado. Más tarde apareció el general Armando Reyes Villa, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas que poco antes ese día le había jurado lealtad, para obligarla a leer su renuncia, la voz quebrada, la democracia vejada, frente a las cámaras de televisión.
El golpe había triunfado.