Grande, macizo, imponente, un hombre de facciones precisas, angulosas, salvo los labios caídos como perro bulldog con el aire caprichoso.
En sus buenos tiempos debió haber sido un hombre guapo, de esos que, sin embargo, acaban siendo un bluff porque llegado el momento dejan escapar al tipo áspero y grosero. Lo llamaban El Maestro.
Luis García Meza fue por muchos años y en distintas ocasiones instructor en el Colegio Militar.
Lo conocíamos todos los oficiales, desde subtenientes hasta prácticamente coroneles. Lo habíamos visto de grado en grado y sabíamos cómo era. Y como él se daba cuenta de que lo admirábamos, era un poco alzado. Siempre se distinguió como militar en todas las escuelas, cuenta un oficial.
Y sí. Por sus manos pasaron varias generaciones de oficiales que lo recuerdan bien, sí, bien, respiran, asienten, hurgan la memoria, evitan la caída -carajo.
De todos los candidatos a esos golpes, entre 1979 y 1980, no hubo ningún otro general que haya tenido más apoyo que él. Prácticamente todas la Fuerzas Armadas estuvieron ahí para apoyarlo, dice otro.
Cierto.
Aunque su sentimiento es también ambiguo: reprochan el final de la historia pero aprueban la memoria de ese hombre al que le deben algo. Entonces el gesto es de aprobación, sí, más o menos, claro, por qué no. Pasado el estreñimiento, finalmente se jactan de haberlo tenido como maestro.
Y es que Luis García Meza no era sólo un general, un comandante, uno de ellos. Era el macho que todos llevaban dentro, el hombre que encarnaba a la institución misma, porque nadie como él se sentía tan soldado, tan hijo, tan padre de esa casa grande que más que casa era su vientre: su madre, su abuela, su vida, sus huesos. El Colegio Militar, las Fuerzas Armadas de la Nación.
Hijo de militar, Luis García Meza era un hombre recio. Se había casado dos veces, la segunda con Olma Cabrera, a quien conoció desde niño cuando ella vivía en casa de doña Victoria, madre de otro militar de nombre aparatoso: José Faustino Rico Toro. Mi abuela diría algo así como Dios los cría y el diablo los junta, pues Faustino Rico Toro sería luego su hombre de confianza, jefe de Inteligencia del Ejército durante el golpe de 1980, importante comandante, mano derecha de Su Excelencia y personaje ampuloso de su propia telenovela, maniobrero y ambicioso, implicado años después en asuntos de narcotráfico. Caído el dictador, Faustino Rico Toro habría de autoproclamarse Presidente de la República sin éxito alguno. El caso es que la familia de Olma, esposa del dictador, y la familia Rico Toro eran paisanas. Cosas del destino. Rico Toro, tan locuaz, tan hábil para la palabra certera, eterno candidato frustrado a ocupar la Presidencia de la República y gran defensor del Presidente, acabaría airadamente enemistado de éste.
Conocido como buen militar y mejor profesor, de mano dura y firme, Luis García Meza era el mejor jinete que se conozca. Representaba al país en concursos internacionales y traía la medalla. Y como al margen de los recintos militares los caballos eran cosa de ricos, García Meza vivió rodeado de ellos que, admirados por sus cualidades como jinete, lo contrataban como maestro de sus hijos en distintos clubes hípicos del país donde conoció, por ejemplo, al líder socialista Marcelo Quiroga Santa Cruz que montaba caballo.
Cuando pudo creó la Escuela Militar de Equitación en el Colegio Militar que, más que su destino más recurrente, ya saben, fue su casa. Como instructor militar era estricto como ninguno. Sus castigos venían de cuatro en cuatro; la mínima falta era cobrada con cuatro domingos de arresto: al final ¡yo tenía más arrestos que días tiene el mes!, exclama uno de sus oficiales. Y así como era considerado un excelente instructor, todos coinciden también en su carácter tosco y soez, además de su escasa inteligencia. Luis García Meza trataba a todo el mundo, ministros y altos jefes incluidos, mínimamente a carajazos.
Sin embargo, fueron los atributos de El Maestro los que primaron en el ánimo del Ejército, harto de ver los muros callejeros pintados con mueras a la bota militar y los atrevimientos de los furibundos movimientos sociales y políticos que les gritaban su bronca contenida demasiados años, de distintas maneras. Los militares sentían aquello como una profunda afrenta a las-sus Fuerzas Armadas. Era más que sólo hostilidad. Se crearon heridas profundas entre la sociedad civil y las Fuerzas Armadas.
Entonces, García Meza llegó en un momento diríamos ‘oportuno’. Necesitábamos alguien que levantara la voz en nombre de la institución, escribió mi papá en sus memorias recordando por qué los militares apoyaron a Luis García Meza de manera unánime. Menos de un año después de instalada la dictadura, él mismo intentaría derrocarlo dos veces.
Siete hijos en dos matrimonios y un amorío final en sus años de prófugo de la justicia luego de su gobierno, dicen algo más de El Maestro. Y como dato curioso, una ironía: Olma Cabrera, su esposa, era profesora especializada en la enseñanza de sordomudos.
Su mujer, sus hijos y su familia fueron el manto siempre a mano para mostrarse como buen marido y padre cariñoso. Lo segundo fue así, lo primero no. El derroche de dinero y de poder lo rodearon de las más variadas mujeres, sin demasiadas exigencias. El general García Meza resultaba un hombre atractivo y caprichoso: sus deseos carnales se cumplían antes que nada –nada- y con el beneplácito de sus más estrechos alcahuetes.
Una vez en el poder, el más recio jinete perdió los estribos. De hecho, llegó al poder con las manos manchadas de sangre.