Todos tuvimos un hippie en la familia. Todos vivimos, a nuestro modo, Los años maravillosos.
¿Se acuerdan cuando el hermano de Kevin Arnold (1) debía irse a Vietnam? Fue triste, devastador, no podíamos creer que el abusador ese nos iba a mandar al piso de esa manera. ¿Se acuerdan cuando su hermana Karen se enamora de un hippie y éste discute sobre la guerra en un almuerzo con el papá de Kevin? De terror.
Una de nuestras telenovelas de la adolescencia nos enseñaba historia, nos situaba en esa época de una manera tan pedagógica que nos quebraba, nos seducía, nos ponía en modo retro, nos hacía creer que podíamos ser de esos tiempos.
Soy de la generación X, de esos que vivimos los últimos aleteos de la dictadura y que crecimos con las palabras “golpe” o “devaluación” en la jerga familiar. Somos de los que tuvimos que escuchar a los padres y los abuelos hablar de su disco de Santana o de su pantalón pata de elefante. Y fue tanta la transmisión oral y musical, que muchos nos apropiamos de una época que no fue nuestra. Nos enamoramos de las flores, del pelo largo, del signo de la paz, de la psicodelia, sin vivirla plenamente.
Prendíamos la tele y allí estaba Sergio Calero en Telesistema Boliviano, explicando la guerra de Vietnam, los helicópteros y Woodstock; y lo hacía como un hermano mayor que tiene los discos y los vídeos en la casa, que te los hace escuchar de principio a fin dando cátedras y cátedras de melómano. Y ahí estábamos nosotros, alucinando con la guitarra de Jimi Hendrix y copiándonos en cassette la música de Janis Joplin y Joan Báez.
Era 1994, grunge por todo lado, y no podíamos huir a nuestro eterno estado vintage. Cantábamos Volver a los 17 teniendo 17. Había que escuchar Paint it black para situarnos en una guerra que no fue nuestra, había que ver a Lennon y Yoko en su cama haciendo un perfomance por la paz, había que hacer simulacros de campamento, había que traficar toda esa herencia que nos llegaba como una bomba retrasada.
No tuvimos la suerte de vivir esa época, pero sabíamos quién era Bob Dylan y cantábamos en las guitarreadas aquella respuesta que estaba escondida en el viento. Ahí estábamos nosotros, haciendo cola para ver a Forrest Gump y para odiar a Jenny intensamente. Para correr junto a él en la historia, para ver qué cosa siempre hacía una hippie sin corazón.
Y de ahí conectar con la India, entender plenamente a George Harrison, dejarse seducir por las guirnaldas y los inciensos, abrazarlo en su estado zen. Ver más allá del Sargent Pepper’s y caernos rendidos ante Joe Cocker cantando: what would you do…
Allí estábamos en los 90, fingiendo ser un Paul o una Winnie Cooper, un Kevin Arnold o su hermana Karen, al fin, y comprendiendo que los años maravillosos no eran nuestros, sino de aquellos que eran capaces de ponerse una flor en la cabeza y sonreír paz y amor.
Doy mi cabeza a que todos tuvimos un hippie en la familia, ese activista del amor cuya revolución era siempre un beso y el sonido psicodélico de un concierto al aire libre con lluvia torrencial encima.