¿Cómo es una guerra? Dos fotoperiodistas fueron al campo de batalla y lo que encontraron fue algo extraño.
domingo, 8 de diciembre de 2019
Gastón Brito / texto de Alejandra Pau
El fotoperiodista boliviano Gastón Brito Miserocchi se aventuró a dejar España en busca de imágenes impactantes que marcaran su retorno al oficio. Así llegó a Ucrania siguiendo un conflicto armado sin imaginarse que experimentaría de primera mano que la guerra vende.
El destino: Ucrania
El objetivo: cubrir el conflicto entre Ucrania y Rusia, que se había desatado cuando las fuerzas armadas de ambas naciones se enfrentaron por primera vez de forma directa en el mar, luego de que Rusia capturó tres barcos de la armada ucraniana en la costa de la península de Crimea.
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Fecha: diciembre 2018
El turismo de guerra o las calificadas como guerras turísticas no se venden precisamente como tales en las agencias de viajes, pero debemos decir que hay gente no solamente interesada en los destinos turísticos consolidados y paradisíacos, sino en sentir la adrenalina del riesgo más allá de un vuelo en parapente.
En otra latitud de Ucrania sí se vive un fenómeno que ha empezado a ser explotado por los operadores de turismo gracias al interés internacional por visitar Pripyat, o la ciudad fantasma, donde se registró uno de los desastres nucleares más grandes de la historia, gracias a la serie Chernobyl, de HBO.
Hay algo en adentrarse en un lugar que fue expuesto a niveles mortales de radiación –y que aún tiene vestigios de ella– que tiene un je ne sais quoi. Pero para ciertos fotoperiodistas, los “de batalla” como se les dice y se asumen como tales, el registro de sucesos tan impactantes como los conflictos bélicos puede resultar adictivo y es una asignatura pendiente para demostrar que se habita en el oficio correcto.
“La primera idea fue ir a Yemen y luego a la Franja de Gaza, pero nos decidimos por Ucrania. Estaba muy emocionado por volver al fotoperiodismo, pero al mismo tiempo sentía temor porque después de cuatro años de no haber cubierto nada, hacerlo de esta forma me causaba mucha ansiedad”, confiesa Brito en un café de La Paz, ciudad a la que retornó hace algún tiempo. Durante su carrera ha trabajado como freelance para diferentes agencias nacionales e internacionales.
Junto al fotoperiodista brasileño Diego Herculano, Brito salió de España para llegar a Kiev los primeros días de diciembre de 2018. Lo primero que recuerda es el frío; el frío que, bajo cero, duele. El caso es que en el bus que trasladaba a los pasajeros desde el avión hacia las instalaciones del aeropuerto, ambos fotógrafos conocieron a un español “con pinta de espía” que se ofreció a compartir el taxi para acercarlos al departamento que habían conseguido a través de Airbnb. Como quien no quiere la cosa, este señor les preguntó cuál era el objetivo de su visita y demás detalles. Al conocer sus intenciones de acercarse al área de conflicto, dijo:
— ¿Ustedes tienen la logística hecha? Porque yo tengo un fixer (un contacto local que busca fuentes, hace de traductor y guía) que me ha ayudado en varias oportunidades, les voy a dar su número, le dicen que yo les pasé el dato –y no les dejó pagar el taxi.
Los días siguientes conocieron Kiev. Un momento que describe su experiencia en la ciudad fue cuando ingresaron a una estación para abordar el tren subterráneo. Descendieron alrededor de cinco minutos por las escaleras eléctricas, “como quien va hacia el centro de la tierra”, recuerda Brito. Abajo, la música clásica invadía toda la terminal y los hombres lucían ushankas y abrigos de piel. Parecía como si la Unión Soviética no hubiese colapsado y todo se hubiese detenido antes de 1991. Así lucía la Guerra Fría.

Dos países, una península
A principios de noviembre de 2018, Rusia y Ucrania se encontraban al borde de la guerra. Para Ucrania era una abierta agresión que Rusia hubiese capturado tres buques y unos 24 marineros porque aseguraba que se había informado previamente sobre la incursión realizada en esas aguas. Según Rusia, las acciones hostiles cumplían a conformidad con el derecho internacional porque los navíos habían entrado a sus aguas territoriales para realizar acciones ilegales.
Ambos países viven en constante tensión desde 2014 cuando Rusia se anexó la península de Crimea y reclamó las aguas territoriales frente a la costa de dicha península, cosa que Ucrania no reconoce.
Permiso para la guerra
Desde España, ambos fotoperiodistas habían iniciado el trámite para obtener una credencial especial otorgada por el Ministerio del Interior de Ucrania para ir a la zona de conflicto. Contrataron una traductora que les ayudó a comunicarse con las autoridades, sin mucho éxito, pues la única respuesta fue “deben esperar a que nosotros los llamemos. Ustedes deciden si esperan en Kiev o en Kramatorsk”; esta última es una ciudad más cercana a los enfrentamientos.
Decidieron partir rumbo a Kramatorsk, pero antes buscaron chalecos antibalas y los únicos que encontraron fueron unos antiquísimos que pesaban como 20 kilos, “los chalecos se convirtieron en nuestra cruz”, admite.

Mientras la espera se hacía eterna desistieron de contratar al fixer con pinta de James Bond que les habían recomendado porque cobraba muy caro y porque buscando en una página de Facebook contactaron a otro fixer ruso, Dimitri. Le dijeron que querían pasar la frontera por un punto establecido en Donetsk y entrevistar a los rebeldes rusos, pero que no tenían los permisos. “Claro, yo los hago pasar la frontera, les saco permiso para que cubran el lado ruso; eso les costará 150 euros, el precio cubre buscarlos, llevarlos y esperarlos el tiempo que sea necesario”, aseguró el guía ruso.
El día llegó. Como no tenían permiso en el lado ucraniano y se aventuraban sin garantía alguna, no podían llevar los chalecos ni los cascos que habían conseguido, pero además debían esconder las cámaras. Después de viajar durante seis horas por carreteras en un estado calamitoso y con un horizonte que solo ofrecía nieve, llegaron al punto de control. Dimitri les advirtió que los militares rusos los iban a interrogar y que debían decir que estaban yendo a ver si podían lograr un reportaje.
“Había ley marcial, los soldados armados nos hicieron bajar del auto, empezaron a tomar fotos a nosotros y al auto. Empezaron a interrogarnos y nos negaron el paso. Se nos informó que la ley marcial se levantaría el 24 de diciembre y que recién podríamos pasar”, apunta Brito, quien recuerda esa fecha como una sentencia, pues diciembre apenas comenzaba. Faltaban cerca de tres semanas y hasta entonces no podrían hacer nada.

No había forma de regresar a Kramatorsk, así que se quedaron en un pueblo cercano llamado Sloviansk. Entonces Dimitri los llevó a una casa de civiles, hasta donde saben, no a un hotel. Allí los recibió una mujer de unos 70 años rodeada de percudidas fotos en blanco y negro y peluches antiquísimos. El sueño de Brito por tomarse una ducha murió cuando entró al baño y encontró una tina oxidada y un banquito en el que quien deseara asearse debía sentarse para echarse agua calentada previamente.
En Sloviansk la frustración llegó a un punto álgido cuando vieron todo un despliegue de fuerzas militares, tanques y demás artillería empleada en el enfrentamiento, pero no pudieron tomar ni una fotografía. La Policía del lugar les dijo que si lo hacían podían ser acusados de espionaje.

Destino: Zolote
Después de la experiencia fallida pasaron Navidad y Año Nuevo de 2018 en Ucrania, esperando. Estaban a punto de rendirse cuando recibieron el correo electrónico que pensaron que nunca llegaría. Habían conseguido el permiso para ir a la zona de conflicto. El destino: el punto de control de Zolote, en la región de Luhansk. Esta vez estaban seguros de que iba a funcionar, estaban hartos de la espera, hartos de verdad.
A esas alturas ya habían encontrado otro fixer, igualmente a través de una página privada de Facebook para obtener contactos en ese país. Su nombre era Artem, un neonazi menos organizado que el anterior, que les cobró 300 euros por tres días. Después de un primer intento fallido por llegar al punto de control a causa de la supuesta presencia de francotiradores, al día siguiente, mientras se dirigían a Zolote, se plantaron en medio de la nada a bordo del pequeño vehículo Lada (marca de autos símbolo de la Unión Soviética) en el que iban.
— ¿Y ahora qué hacemos? Hay francotiradores, dijo el fixer, supuestamente asustado.
— ¿Acaso los francotiradores no estaban ayer? ¿Son los mismos de ayer?, cuestionó Brito.
— Sí, pero ahora son menos.
— Si estos son los mismos de ayer, ¿por qué no cruzamos ayer?.
“Ahí es cuando te das cuenta de que algo no está bien”, recuerda.

Fecha: diciembre 2018
Fue después de caminar poco menos de un kilómetro en medio de la nieve y subirse a un camión, cuando finalmente lograron pasar el punto de control y llegar a los búnkeres cercanos a la zona de conflicto. Antes de ingresar a esa especie de regimiento tuvieron que comprar fruta, tabaco, vodka y chocolate como una especie de pago para que los dejaran entrar. Ahí un coronel los interrogó, les decomisaron los teléfonos móviles temporalmente y los revisaron.
Les dieron algo de comer, les entregaron unos chalecos de 20 kilos –parecidos a los que ellos dejaron atrás– y cascos; les comunicaron las normas para caminar a partir de ese momento. Debían mantener a varios metros de distancia entre cada persona, caminar en línea recta y rápido, y no agruparse. “Puede parecer emocionante, pero después de tres horas con un chaleco de 20 kilos, no lo es”, relata.
A medida que avanzaban no veían ningún enfrentamiento o algo que se le parezca. Había tanques destruidos y soldados; los metieron a búnkeres y barracas; caminaron seis horas. “Empezamos a cuestionarlos y a decirles que no teníamos ningún material. Nos respondieron ‘a las 02:00 habrá acción, ustedes tranquilos’. Eso también nos hizo pensar”.

A las 02:00 empezaron los enfrentamientos. Se escuchaban disparos de metralletas, morteros; el conflicto se desarrollaba a fuego lento y muy cerca de los dos fotoperiodistas; por momentos demasiado cerca. Se escuchaba todo, pero la falta de luz no les permitía lograr fotos de calidad. Antes de enfrascarse en esta aventura, Brito pensaba que se asustaría de tal manera que no podría sacar ni una foto, pero eso no sucedió. En ese momento las preguntas empezaron a ser otras.
¿El fixer no sabía los horarios de los enfrentamientos? ¿Por qué el coronel y los soldados no les informaron antes de recibirlos cómo se desarrollaba el conflicto para que ellos evalúen sus posibilidades? ¿Sabían los soldados y el fixer que de noche no iban a poder lograr las fotografías que estaban buscando?
“Después de tres días nos dimos cuenta de que se trataba de una especie de turismo de guerra para periodistas, que todos los involucrados saben que los fotógrafos que van ahí no podrán hacer un registro del enfrentamiento como tal durante la noche (…). Estuvimos un mes y medio para cubrir tres días y nunca haber logrado pasar al lado ruso”, resuelve Brito.

De la experiencia quedó que se cayó dentro de una trinchera de casi dos metros, que hay que tener suerte con los fixers, que cubrir las guerras necesita de permisos y una planificación muy diferente, y la memoria del olor a pólvora casi insoportable.
“Me quedo con la experiencia, tengo fotos bonitas, pero yo no fui a hacer fotos bonitas; tengo material que me gusta, pero no puedo proponer un trabajo con lo que tengo. Me gustaría volver en uno o dos años”, añade. Aún así lo convencimos de publicar aquellas fotografías.
No fueron los únicos, cuando ambos fotoperiodistas estaban a punto de entrar a la zona de conflicto, un periodista y un camarógrafo salían de ahí.
— ¿Y? ¿Qué tal? ¿Cómo está todo ahí adentro? ¿Cómo les fue? –preguntó Brito.
— Está interesante, hay un poco de acción en la noche.
— ¿Sólo de noche?
— Sí, algunas bombas y disparos.
