Cuando una gata se va. Confesiones de mamífero a mamífero.
Llegó hace diez años. De un día para el otro, como todo lo bueno en la vida. Si no me equivoco, fue un regalo de la entonces novia de Diego, mi hermano menor. Kendra apareció en nuestras vidas cuando el hogar Mamani Magne se componía de un departamento a medio pagar, seis personas, cero autos y un puñado de silencios que, años más tarde, se transformarían en huidas, borracheras, partos, rencores, campañas electorales, libros.
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La imagen más antigua que tengo de Kendra es una en la que ella reposa en el mueble de la televisión de mi cuarto. Es pequeña, tricolor y mira el mundo con temor o desidia.
“¿Por qué está temblando?”, preguntó Ignacio, que por aquel entonces tenía seis años.
“No tiembla. Se llama ronroneo”, alguien le explicó.
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Le pusimos Kendra por la conejita de Playboy. “Nombre de puta”, dijo mi tío al saber de ello. Wilson, mi primo, que nos acompañaba en la mesa y que también había ayudado en el bautizo, me miró con esa mirada cómplice que por aquellos días también podía significar “¿y si jugamos Mario Kart?”
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Kendra es enana y nunca conoció el amor. En los diez años que vivió en nuestra casa, las veces que salió de ella pueden contarse con los dedos de la mano: un par de visitas al veterinario y otro par al centro de vacunación.
Jamás tocó a un ser de su misma especie. Es virgen. Morirá así, y quizás ahí reside el secreto de su eterna juventud: su cuerpo fue para ella, para el sol y para sus propias lamidas.
Le horroriza la calle. El ruido.
Triste vida de gata hogareña: hasta uno de sus tíos no felinos se reprodujo en medio de unos matorrales.
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Si me preguntaran qué es lo que nuestra gata ama más en el mundo, yo diría que es el calor. Kendra buscaba el sol igual que los ancianos que leen el periódico en la plaza Murillo a las once de la mañana: como si fuera el último tesoro que le quedara en la vida. Ya que no sale, su pedazo de calor depende de la luz de las ventanas. Eso me hace pensar que su idea del calor tiene forma rectangular. Como mi escritorio. El mismo que está al frente del lugar donde ella se soleaba todas las tardes.
A veces, mientras luchaba con un párrafo que se resistía a mostrar su música, estiraba la mirada para observar el brillo de su pelaje recién calentado, y eso me animaba.
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Ya que Diego es el padre de Kendra –es decir, el que compra la comida y limpia su suciedad (al menos en teoría)– podría decirse que mis hermanos y yo somos algo así como los tíos. Sé que es muy de millenial hacer una apología de la relación tío–sobrino, pero cómo no celebrar ese amor sin responsabilidades, la lealtad arbitraria, los ronroneos gratuitos, otorgados porque sí y no porque le doy comida o techo o porque cambio su caja de arena.
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Sin embargo, no todo fueron arrullos en nuestra relación. Kendra, además de sobrina, también fue mi enemiga. Una digna enemiga. Su causa fue el ruido y la mía, el silencio.
Cómo maullaba. Por algún motivo, le encantaba mi cuarto. Tenía la costumbre de rasgar mi puerta y chillar como condenada en los momentos en los que más necesitaba sosiego: cuando quería leer o tomar una siesta; es decir, siempre. Descubrí el escudo perfecto solo cuando me fui a vivir al extranjero: unos tapones para el oído anaranjados que compré por docenas antes de volver a La Paz.
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Sus pelos. Su orín. Gracias a Kendra, en mi casa existía la regla de no poner ninguna prenda ni mochila encima de la mesa o los sillones; la gata era subversiva, una cabrona, y al parecer le valía diez hectáreas de verga que esa cartera fuera la favorita de mi madre o que alguien hubiera comprado tal chaqueta con el fin exclusivo de usarla en la fiesta del fin de semana.
La consecuencia, siempre: pis. Y si no era orín, eran sus pelos, que se adherían a todo, en especial a la ropa. (Una vez, hace muchos años, una chica a la que acababa de besar me miró sorprendida al descubrir que eso que le cosquilleaba en la lengua era un par de pelos cortos y blancos).
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Perdonarla era fácil. Mi corazón es fácil. Bastaba un ronroneo, de esos que se producían cuando escalaba a mi hombro, y un suspiro hecho maullido que aterrizaba en mis oídos como un lo siento. Entonces solo era cuestión de apoyar mi oreja en su barriga, acariciar su cabeza y dejarme guiar por su pelaje motorizado.
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Confesión:
Si me animé escribir estas líneas es porque, dentro de unos minutos, Kendra –también conocida Kendris, la gata de la casa, la tricolor, la meona– se meterá en una jaula portátil y empezará una nueva vida. Se la lleva Diego, que hace unas semanas se mudó a un departamento que está encima de un salón de fiestas y donde espera sentir eso que llaman libertad.
La mudanza ha sido lenta y progresiva. Empezó una noche de carnaval. Ignacio y yo cargábamos las piezas de la cama cuando un grupo de personas disfrazadas de los personajes de Star Wars apareció en la puerta del edificio. Fue un traslado pintoresco. Y lento. Tan lento que se extendió durante casi un mes y en un momento dado pareció, más que un traslado, un simulacro de traslado.
Hasta hoy, el día en que mi hermano recoge sus últimas pertenencias.
Y a su gata.
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Abrazo a Kendra mientras observo un dibujo que me hizo una persona muy importante. Decenas de pelos se aglutinan en el cuello de mi chompa roja. Me pregunto, si la siguiente vez que bese en la boca, le contagiaré a mi pareja los filamentos que llueven del cuerpo de la gata.
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Cuatro de la tarde. Mi madre está callada. Yo también. Afuera hace frío. Una melancolía, tierna y serena, se respira en la casa. Observo las últimas pertenencias que mi hermano cargará en el auto y lo comprendo todo: quizá lo verdaderamente triste de la despedida de Kendra sea que, con ella, la partida de mi hermano se completa al fin.
Al hogar Mamani Magne, que originalmente estaba formado por seis personas, solo le queda la mitad de sus miembros.
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El adiós.
La gata se va encerrada en una jaula portátil que compraron para la ocasión. No hizo lío al entrar, no se resistió. Ni siquiera maúlla. Observo su cara enjaulada y su serenidad me produce envidia. Al parecer, en una fracción de segundo, ha comprendido lo que otros mamíferos tardamos una vida en comprender: que el lugar de uno está donde más lo necesitan.